De política y cosas peores

“Está bien -reprendió, exasperado, el hombre a la mujer-. Sigue con esa vida de libertinaje, degeneración y crápula que llevas y que es motivo de vergüenza y deshonra para mí. Sigue pasando las noches fuera de la casa; sigue emborrachándote, y consumiendo drogas; sigue metiéndote con hombres de la más baja ralea. Pero una cosa te voy a exigir: a nadie le digas que eres mi abuelita”. Don Prudencio Garza fue comerciante en San Buenaventura. Cada vez que iba yo a ese bello poblado de mi natal Coahuila procuraba visitarlo, pues su amabilidad, don de gentes y agradabilísima conversación me hacían buscar su trato cuantas veces tenía ocasión de disfrutarlo. En una de esas ocasiones me llamó la atención ver en el mostrador de su tienda, junto a las mercancías usuales, un violín. Le pregunté por qué estaba ahí el instrumento. “Lo dejó un músico en consignación” -me dijo. Añadió: “Y el violín está curado”. “¿Cómo ‘curado’?” -me desconcerté. “Sí -me explicó-. Ha tocado lo mismo en la iglesia que en el congal”. Pues bien: en el congal, en la iglesia, en todas partes puede uno adquirir el contagio del coronavirus. Nadie, rico o pobre, joven o viejo, sabio o ignorante, está exento del peligro de contraer el peligroso mal. Conviene por eso tomar todas las precauciones posibles para librarnos de él, aunque cerca veamos muy malos ejemplos. A fin de evitar el coronavirus no hay más guardaespaldas que el cuidado de sí mismo. Lo más aconsejable, entre otras medidas sanitarias, es salir de casa lo menos posible y sólo para lo más indispensable; no saludar de mano, y menos aun de abrazo o beso; lavarse las manos o usar con frecuencia gel desinfectante, y no asistir a eventos donde haya concentraciones de personas. Tales precauciones serán causa de trastornos en la vida cotidiana, pero hay ocasiones en que estos sacrificios son absolutamente necesarios. La epidemia pasará -todas han pasado- y las cosas volverán a la normalidad. No nos dejemos poseer por el temor. Cuidémonos, sin embargo, y no cometamos el grave error de pensar: “A mí no me puede tocar el virus”. A todos nos puede tocar. Ya conocemos a don Chinguetas: es un marido casquivano. Su esposa doña Macalota llamó muy enojada a la línea aérea. “Qué mal servicio tienen -reclamó-. Mi esposo fue a San Luis Potosí a una reunión con sus antiguos compañeros de colegio, y su equipaje trae etiqueta de Las Vegas”. Doña Pasita estuvo a punto de ser arrollada por un camión de carga. Furiosa le gritó al chofer: ¡Cofre!”. Un muchacho que estaba ahí la corrigió, sonriendo: “Se dice ‘cafre’”. “¡Cafre!” -volvió a gritar doña Pasita. Y volviéndose al muchacho le dijo: “Y tú, por andar corrigiendo a las personas mayores, ve a tiznar a tu madre. ¿Está bien dicho?”. Babalucas les contó a sus amigos: “Inventé un automóvil movido por electricidad que no necesita baterías. El problema es que no puede uno alejarse mucho del enchufe”. Días antes antes de la boda Uglicia le contó a su novio Braguetino: “Papá está arruinado. Su empresa quebró y los bancos le quitaron todas sus propiedades. De la noche a la mañana se quedó en la calle; ya no tiene ni un centavo”. “¡Caramba! -exclamó Braguetino-. ¡No sabía yo que tu padre era capaz de llegar a tal extremo con tal de impedir nuestro matrimonio!”. Himenia Camafría, madura célibe, le comentó a su amiguita Solicia: “Me gusta el sexo opuesto”. “Puesto ¿dónde?” -se interesó ella. FIN.