"Dadme a vuestros rendidos, a vuestros pobres, / vuestras masas hacinadas anhelando respirar en libertad". El eco del soneto de Emma Lazarus, "El Nuevo Coloso”, grabado en el pedestal de la Estatua de la Libertad, retumba hoy irónicamente en los desiertos de Arizona y en las riberas del Río Bravo. Aquel faro de bienvenida, obsequio de Francia para celebrar una república de inmigrantes, se erige ahora como el testigo mudo de una contradicción que corroe el alma de Estados Unidos y que resuena en las crisis migratorias de todo el orbe. Los "desamparados, sacudidos por la tempestad", del mencionado poema, ya no son vistos como futuros ciudadanos, sino como una amenaza que debe ser contenida.
La primera batalla, como advirtió Orwell, se libra en el lenguaje. La degradación del inmigrante comienza con el uso del adjetivo "ilegal" como sustantivo. Una acción puede ser ilegal, pero un ser humano no. Sin embargo, en la diatriba populista, el término se ha convertido en un estigma reservado exclusivamente para el migrante indocumentado. Ni a los defraudadores de cuello blanco ni a los criminales más viles se les despoja de su humanidad con esta etiqueta. Es una cruel arma lingüística, diseñada para deshumanizar a aquellos cuyo único crimen es, precisamente, "anhelar respirar en libertad". Esta práctica es tan perniciosa que, en 2013, la Associated Press, árbitro del estilo periodístico estadounidense, eliminó el término "inmigrante ilegal" de su guía, argumentando que "etiqueta a las personas, no a las acciones".
Esta criminalización, que hoy se vende como verdad eterna, es en realidad una invención reciente. Durante la mayor parte de su historia, Estados Unidos no consideró la entrada sin inspección como un delito. La creación de la Oficina de Inmigración en 1891 y de la Patrulla Fronteriza en 1924 no alteró este principio: era una falta administrativa, no un crimen. El parteaguas fue la "Ley Blease" de 1929 —impulsada por un senador de Carolina del Sur abiertamente supremacista—, que por primera vez tipificó el "ingreso ilegal" como un delito menor.
La trayectoria burocrática delata la metamorfosis conceptual: la inmigración, inicialmente un asunto del Departamento del Tesoro (aduanas) y luego de Comercio y Trabajo (mano de obra), no fue transferida al Departamento de Justicia hasta 1940, bajo la sombra de la Segunda Guerra Mundial. La securitización se consolidó tras los atentados del 11 de septiembre de 2001, culminando en 2003 con la absorción de las funciones migratorias por el mastodóntico Departamento de Seguridad Nacional (DHS). Así, con documentos o sin ellos, el inmigrante transitó de ser un potencial beneficio a una amenaza latente para la seguridad nacional.
Este andamiaje legal ignora una verdad incómoda: la intrincada y a menudo hipócrita relación de Estados Unidos con la mano de obra mexicana. La historia no comienza en una frontera vacía, sino con una frontera que, tras la guerra de 1848, se impuso sobre una población y una cultura ya existentes. Apenas unos años después, las corporaciones agrícolas y ferroviarias lanzaron agresivas campañas para reclutar trabajadores, incluso en el interior de México. Posteriormente, la escasez de mano de obra durante la Primera Guerra Mundial llevó al Gobierno a eximir a los mexicanos de los requisitos migratorios, creando redes transnacionales que perduran hasta hoy.
Sin embargo, a esta atracción deliberada le siguen ciclos de repulsión brutal. Durante la Gran Depresión del año 1930, los mismos mexicanos, antes cortejados, se convirtieron en chivos expiatorios. En una de las páginas más oscuras de la historia estadounidense, entre 500 mil y dos millones de personas de origen mexicano fueron deportadas en masa, de las cuales se estima que más de la mitad eran ciudadanos estadounidenses, expulsados de su propio país.
Apenas una década después, la esquizofrenia se manifestó de nuevo. Con la entrada de EE.UU. en la Segunda Guerra Mundial, la necesidad de trabajadores era apremiante. La solución fue el Programa Bracero (1942-1964), un acuerdo binacional que importó a más de 4.5 millones de trabajadores mexicanos. Lejos de ser un acto de generosidad, fue una política de extracción de mano de obra barata que enriqueció a la agroindustria estadounidense, pero también consolidó nuevas rutas migratorias y lazos familiares binacionales.
Esta amalgama de reclutamiento y rechazo, de invitación y expulsión, no es exclusiva de Estados Unidos. Es el reflejo de una patología recurrente en las naciones opulentas: una dependencia estructural de la mano de obra migrante, combinada con un rechazo cultural y político hacia los migrantes mismos. Es la misma dinámica que se observa en Europa con los trabajadores del norte de África o en las monarquías del Golfo Pérsico con los obreros del sur de Asia. La economía los demanda en silencio mientras la política los repudia a gritos.
Criminalizar indiscriminadamente a quienes hoy cruzan la frontera es, por tanto, un acto de profunda amnesia histórica. Es ignorar que los flujos migratorios no surgen en el vacío, sino que son la consecuencia de desigualdades económicas y de interdependencias asimétricas, a menudo marcadas por la demanda voraz de la propia nación receptora. La retórica actual parece gritar nuevamente la consigna esquizofrénica: "váyanse de aquí, que los necesitamos".
Pero la historia ofrece una perspectiva distinta. Parafraseando la potente metáfora de los movimientos sociales latinoamericanos: “Nos han querido enterrar una y otra vez, sin darse cuenta de que somos semillas”.
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