En el teatro de la mitología política, los líderes populistas suelen arroparse con la capa de Robin Hood, prometiendo despojar a las élites corruptas para devolver la riqueza al pueblo oprimido. La trayectoria de Donald Trump, sin embargo, ha invertido espectacularmente esta leyenda. En lugar de un campeón de los desposeídos, sus administraciones han operado bajo la filosofía fiscal del Sheriff de Nottingham, un saqueo legalizado que transfiere sistemáticamente la riqueza de los muchos a los pocos, en beneficio de su círculo íntimo y sus aliados.
El patrón se estableció en su primer mandato con la Ley de Impuestos de 2017. Aunque se presentó como un alivio para la clase trabajadora, su principal efecto fue un recorte permanente del impuesto corporativo, beneficiando mayormente al 1% más rico de la población con masivas ganancias para las grandes fortunas. Disposiciones como la deducción a negocios pass-through favorecieron a imperios inmobiliarios como la Organización Trump, mientras los recortes para las familias de clase media se diseñaron para expirar, una bomba de tiempo fiscal que garantizaba que el peso del ajuste recayera, a la larga, sobre aquellos a quienes se prometió alivio.
Este modus operandi no pasó inadvertido para quienes analizamos y cuestionamos al poder. En una contundente encuesta de 2024 del Presidential Greatness Project, 154 historiadores y politólogos calificaron a Trump como el peor presidente en la historia de Estados Unidos. El veredicto no provino sólo de la academia. Las advertencias más severas emanaron de su propio campo. Su exprocurador general, Bill Barr, lo llamó "narcisista consumado"; su exsecretario de Defensa, Mark Esper, "amenaza para la democracia". En un hecho inédito, 18 exmiembros de su propio gabinete se negaron a apoyarlo. Ni los dos exvicepresidentes republicanos vivientes votaron por él, mientras la voz del gran “halcón” Dick Cheney fue más allá, al calificarlo como “la amenaza más grande para nuestra República en sus 248 años de historia”.
¿Cómo es que un coro tan abrumador de alarmas fue desoído por casi la mitad del electorado? La respuesta yace en la confluencia de la guerra cultural, las tormentas de desinformación y, sobre todo, el impacto visceral de la inflación. En realidad, EE.UU. capeó la crisis post-pandemia mejor que otras naciones desarrolladas y su inflación estaba en clara trayectoria descendente meses antes de la elección. The Economist resaltó los niveles de desempleo “más bajos en 50 años” y afirmó que "la economía estadounidense ha dejado atrás a otros países ricos". No obstante, el efecto acumulado de la inflación fue un arma política más poderosa que las advertencias sobre una abstracta erosión democrática. La historia enseña que las grandes crisis y pandemias producen años de inflación, pero la memoria histórica es corta y el bolsillo, inmediato. Así, Trump regresó al poder con 49.8% del voto popular, en una victoria que la peculiar aritmética del Colegio Electoral validó, eclipsando un dato fundamental: la mayoría de los estadounidenses votó por una alternativa distinta.
Hoy, la historia no sólo se repite; se acelera. El presupuesto trumpiano aprobado por el Congreso es, en palabras del engreído Elon Musk, una "abominación repugnante". El epíteto es certero. El documento es una obra maestra de ilusionismo fiscal y crueldad matemática. Otorga dádivas temporales y modestas a la clase media, mientras ejecuta recortes devastadores y permanentes a programas esenciales como Medicad, proyectando dejar sin cobertura médica a millones. Astutamente, los recortes más dolorosos se activarán sólo después de las elecciones intermedias, ocultando su verdadero costo.
El líder que denunció el déficit fiscal ahora lo expande con un fervor que desafía toda lógica conservadora. Mientras se recorta la ayuda social, el presupuesto militar se ha inflado a niveles históricos, perpetuando el intervencionismo militar que prometió terminar. Es la doctrina del Robin Hood inverso elevada a política de Estado: privatizar las ganancias y socializar las pérdidas y los riesgos.
El capítulo más vergonzoso de esta saga es la gran corrupción y monetización sin precedentes del poder presidencial. Informes de grupos de vigilancia como Citizens for Responsibility and Ethics in Washington (CREW) estiman que, sólo en los primeros meses de esta administración, el uso del poder público para beneficio privado le ha generado a la familia Trump unos 3,000 millones de dólares, eclipsando cualquier precedente. Desde visitas de dignatarios a sus propiedades hasta regulaciones favorables a sus industrias, el Despacho Oval se ha convertido en el departamento de marketing más poderoso del mundo.
Las consecuencias trascienden lo económico. La desregulación ambiental para favorecer industrias contaminantes como el carbón acelera la crisis climática, mientras la creciente desigualdad corroe el tejido social. En el ámbito global, los “ahorros” presupuestales como la terminación de USAID provocarán crisis humanitarias —con millones de muertes proyectadas— y un vacío geopolítico que rivales como China y Rusia podrán llenar. Al desmantelar su principal herramienta de "poder blando", EE.UU. no sólo renuncia a su liderazgo, sino que sacrifica la creación de mercados futuros y alianzas estratégicas, cediendo su influencia global a cambio de un aislacionismo autodestructivo.
No presenciamos un mero cambio de políticas, sino la reescritura del contrato social estadounidense. Se consolida una autocracia que no rinde cuentas, sino que usa a los ciudadanos como peldaños para su dinastía. El Sheriff de Nottingham no sólo tomó el castillo; lo remodela a su imagen y semejanza, mientras el pueblo al que juró proteger paga la factura.
El Dr. Castro fue consejero externo para el Gobierno Mexicano y presidente de la comisión de asuntos fronterizos del Instituto de los Mexicanos en el Exterior (IME). Ha sido catedrático, decano y vicerrector para desarrollo internacional en Pima College de Tucson, Arizona.